Bajo tierra. Dejó pasar cuatro trenes. Apoyada en la pared junto al kiosco, fumó dos cigarillos. Entre tren y tren unos tres minutos y medio. Tiempo de espera. El que espera sin desesperar, es aquel que espera sin saberlo. Miraba a ambos lados, intentando encontrar la cara que no buscaba. Al quinto tren, subió al último vagón. Se desplomó en el asiento, abrió la ventanilla, dejó que su rostro se enfríe del aire que corre en el metro a velocidad. No había olor a gente como suele molestarle a Cata, era tarde. Más tarde que cualquier día. El servicio estaría por cortar. Ya la gente probablemente ocupaba sus mesas en sus casa, cocinaba con sus hijos o miraría algún programa en la tele. A su lado se dejó caer. Theo, que caminaba de vagón en vagón por instinto. Se había sentado a las diez de la noche, en un vagón que no fue al que subió, que Cata espero, que les estaba vacío para ellos. Él último encuentro cinco días atrás había terminado en un bar fantasma, al que Theo había invitado a Cata. Para entrar había que tocar un timbre, decir una contraseña, y cruzando un largo pasillo, había una sala enorme llena de cuadros de artistas jóvenes, unas mesas con pinceles, pinturas, y copas conteniendo el olor a uva. Sonaba en los parlantes el bajo de Charles Mingus. Como si se hubiesen trasladado a un espacio y a un tiempo incalculable. Esa velada había terminado en la mañana- con unos besos profundamente deseosos de la boca ajena, que Cata había cortado de buenas a primeras. Otra vez las cosas los unían, una noche de martes por delante, la cabeza de Theo apoyada en el hombro de Cata, que dejaba que su rostro se enfriara en la ventana.
1 comentario:
.tan real.
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