"Que yo la gota, hable contigo el río,
que yo el instante, hable contigo el tiempo"
El Hacedor
La niñez avejentada, Mía, se sienta en un pilar del corredor de la casa chorizo de los Benitez, casa de pensión. En el vidrio de la habitación de la vieja Serena se reflejan los rasgos de la niña Mía. Un rostro corroído por los muchos instantes, no por los pocos años; una mirada desviada que no ve nada porque lo vio todo; el silencio asumido para no hablar de más. Sin moverse puede pasar todo el día, si es que nadie se empeña en irritarla. A las tres de la tarde, Serena, la antigua, sale con su vestido blanco, sus cabellos enmarañados, preparada para su paseo diurno, pues tiene un paseo diurno y otro nocturno. El cruce entre los ojos de Mía y Serena, es el impacto entre la infancia corrompida y la vejez protegida. La piel de Serena brilla con la juventud que según su cronología no tiene, sus rasgos la elevan a la altura de una musa, incluso porque logra inspirar a José, el pianista, que irrumpe con sus teclas a esas horas de la tarde. Una sonrisa simple en ambos rostros, la contradicción de verse en lo otro que no se es, la voluntad de proteger la esencia, sin negarla.
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