viernes, 20 de febrero de 2009

Ella accedió a terminar el plato de comida. Mejor tragarse toda la basura que le provocaba ese tipo. En el estómago un ardor. No era ni su padre, ni su abuelo, mucho menos su marido. Era un desagradable bigotudo que le dejaba marcados los dientes en sus senos. Que la vendía al resto de los hombrecitos del vecindario para que los haga gozar. La lluvia golpeando el techo de chapa del patio le daba paz. Una noche de lluvia sabía que se escaparía. El gordo bigotudo no iba a salir bajo lluvia a buscarla, y al día siguiente nadie sabría ya de ella. Esa noche después de terminar el plato de fideos pegoteados sin sal ni aceite, apenas con un gusto a lavandina, pues el agua sin ella era imposible de usar, se dirigió a su habitación debía vestir las ligas y el sombrero con plumas. Un pequeño debutante llegaría esa noche, seguramente ansioso y excitado. Ella se desparramo en la cama, apenas una luz rojiza le permitía ver la puerta. Entró un pequeño niño de no más de diez. La miró, atento la miro. No se lo veía ni excitado ni ansioso, tenía medio cuerpo fuera de la habitación, con intenciones de salir corriendo. Volteaba la cabeza al pasillo, como campaneando la llegada del enemigo y volvía la mirada sobre la joven. Ella le sugirió entrar hasta que él abrió la boca.
- Dale Beatriz, soy Patricio, no te acordas de mi, mamá nos espera.
Beatriz se sentó para poder respirar, se tomaba con una mano la garganta, y con la otra se golpeaba el pecho. Después de unos segundos insinuó una sonrisa, se calzó sus botas viejas y descocidas, una bata, y tomando a Patricio de la mano, salió del encierro. Corrieron bajo la lluvia, de una noche húmeda de febrero, sobre los adoquines de un barrio oscuro de Buenos Aires.

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