Al principio sospechaba un poco de mis caminatas nocturnas, de la desaparición del mosquito, de la gripe, de la crisis. Pero dejé de pensar en eso. Llegué a esa casa de noche, de madrugada casi, eran las tres de la mañana y no se agitaba ni un árbol en la calle. Me sorprendió que las luces estén apagadas, el roce del piso con mis pies, que sonaba a limpio, el olor a azufre que se imponía en el aire, aunque sea sólo para tapar el olor a pis de gato que yacía detrás. Sorprendida y sospechosa vagué por la casa, cual zombie, me choque con libros, con ceniceros, sentí algunos vidrios rotos crujir contra mi borcegos, pero no había pistas que me dijeran si podía quedarme ahí en ese círculo que de día me parecía pesado, oscuro, agobiante, y de noche se me hacía a casa de alquiler. Me desperté, me había dormido sobre una alfombra marrón con pelos largos. Me refregué los ojos y salí a la puerta. Una larga fila de chicos de pie en la puerta de esa casa, uniformados, no parecían alumnos más bien los actores de Saló. Escuché en una radio prendida que sonaba desde la pared, supongo venía de la casa contigua, que el país dejaba de ser tal, para convertirse en provincias desunidas del sur del mundo a punto de ser inundado. Desperté del sueño del sueño. Mierda, ya no tengo de dónde despertarme, y escuché en un televisor Noblex de los años 80 que no hay ministro de salud, que las elecciones marcan la disconformidad del pueblo, que se murió un bebé de influenza A, y que un tipo por querer matar a su hijo irá sólo catorce años a prisión. Me tomó un alplax, prefiero seguir durmiendo... aunque sea sin soñar.
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