Amanda tenía razón cuando se quejaba una y otra vez por el rugido que hacían a la noche. Un millón de veces los escuche, me irritaba verdaderamente el sonido de los gatos en celo. Me irritaba porque soy de la gente que cualquier ruidito la despierta. Pero a Amanda le molestaba porque los maullidos la despabilaban, le hacían pasar la noche pensando, descubriendo su propio celo que nunca había podido satisfacer del todo. Los hombres se le iban como el agua. Nunca un hombre había ocupado un lugar en su vida. Empezando por su padre, que era chofer de un camión como decía su mujer, para mi camionero. Era de esos que llegan hasta la cordillera y pasan días enteros de invierno esperando poder cruzar a Chile. Por ende pasaba meses fuera de su casa, y para sumar traumas en la pobre Amanda era un empedernido del sindicato, con lo cual las pocas veces que lo veía Amanda a su padre, era en almuerzos con otros amigos panzones tomando algún vino en dama juana, o una cerveza fría en verano. Esos pocos recuerdos ella no los contaba pero yo lo sabía por la tía Amelia, que era tía de ambas...
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