Subió un rato al cuartucho de arriba de todo de la casa, algo así como un altillo o una buhardilla. No iba muy seguido ahí, una vez cada muerte de obispo como dice él. La última vez, que se asomó a ese juntadero de revistas viejas, polvo, y chiches de su infancia, fue cuando murió su padre (que dicho sea de paso no era obispo). Eso si que fue un antes y un después. Un después de someter el pelo, la música, la realidad a los gustos de ese padre, que era ameno, pero no deja de ser figura. Y ahora subía a ese cuarto de paranoias, a limpiar mierdas viejas, pero de esas que cargaba dentro. Se llevaba un paquete de Gitans, porque la chica que conoció hace un tiempo se los impuso, fumar para no morir, o para morir de algo. Sentado en el piso de madera, que de pensar que en verdad es piso y es techo asusta, y hasta quizás caiga en el cuarto de su abuela, que es justo debajo. Pero mejor no pensar en más desgracias. En un cuaderno de hojas amarillentas por los años, con lunares blancos, como de jardín de infantes, después de fumarse un atado entero, escupió una sarta de pavadas rotas de sentido, que le hacen un aire de intelecto, que le invaden de fantasía el cuerpo, que le asoman una luz, en donde siempre vistió negro. Y ahí se detuvo a pensar en optimismos, en intuir que no son errados los impulsos, en someterse a dejar hacer amor, que no es creación ni es milagro, sólo es amor que se siente, que se piensa si se siente, pero no se siente si se piensa. Se libera de la paranoia, y se le antoja algo dulce. Pero no va bajar de ese cuartucho, que dejo se ser prisión, para ser paraíso de sus nudos desatados.
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