Bajé de la góndola, hería realmente mi alma el olor a podredumbre que la ciudad emanaba. Ciudad de mis recuerdos de juventud, de los años dorados, en los que había perdido la inocencia, con aquel que de tanta felicidad me causo tanto daño. La vuelta a Venecia tenía que ver con un encuentro con Enrico, con el director de orquesta frustrado que me había dado el primero de mis dos hijos. Bastante mal predispuesta, me vestí con ropas más baratas de las que usaba normalmente, temía que un poco de elegancia reforzara su interés por quitarme dinero o chantajearme. Venecia agonizaba maloliente parecía ser un muerto en putrefacción. Caminé algunos pasos, allí estaba Enrico, esperándome. Él me había llamado para el ecuentro en esa ciudad en la que nos habíamos casado, lazo que nos unía por esos días aún, no era bueno a los ojos de nadie ser divorciado. Hacía ya ocho años que yo viví en Ferraro, junto a mi hijo Gorgio, y a mi pequeña Anna de cuatros años, hija de mi actual pareja, a quién yo llamaba marido, y de quien me hacía llamar esposa. Enrico guardaba el encanto de la primera vez que lo había visto. Su boheme se notaba a lo lejos, y el pañuelo en el cuello le hacía lucir guapo. Me sonrió, y sus ojos brillaron atentos ante mi. Recorriendo los lugares donde vivimos nuestra unión, nos pusimos al día con nuestro presente, pero cada noticia del otro nos imponía una discusión, un llanto, que se arreglaba en una caricia, en una palabara bella. Intuía yo todo el tiempo que Enrico quería que hiciesemos el amor, pero me daba tristeza pensar que lo hacía para vengarse por todos los años que me habían separado de él. No puedo negarlo me moría más yo de ganas de besarlo, nunca había dejado de amarlo. Después del almuerzo, después de haberme soltado el cabello sabiendo que él lo prefería así. Fuimos al puerto, yo partiría en un rato de vuelta a casa. No terminaba de entender a que había venido. Fue allí dónde me develó que estaba enfermo, que tenía un dolor muy fuerte en la nuca, que se estaba inyectando calmantes, por eso llevaba el pañuelo al cuello. Le pregunte que era lo que le habían diagnosticado, y sólo respondió que le quedaban cinco meses de vida. En ese instante percibe que Venecia olía peor que cuando había llegado, que mi Enrico se moría y la ciudad lo enterraba. El mundo se derrumbo rápidamente ante mis ojos, no dejaban de pasar imágenes de tiempos felices a su lado, escuchaba la voz de mi hijo preguntándome por su padre y rezándole a Dios por su felicidad. ¿Es necesario saber que el otro dejará de existir para querer volver átras, besarlo, compartir cada alegría y la belleza del mundo? Enrico me miraba esperando que yo me despidiese y tomáse el tren vuelta a Ferraro. Le pedí me lleve a su casa, donde encontré una foto mía. Dijo se la mostraba a las mujeres que lo visitaban y les decía que era su esposa, aquella que lo había abandonado, a lo que le respondían que mi cara era de prostituta. Lo dijo y se notó el dolor, la bronca, la impotencia en sus ojos. También encontre una carta dirigida a mí, escrita por la mitad, en la que me advierte de su enfermedad y de la muerte cercana. Me mantuve un rato en el balcón, admirando el deterioro de mi bella Venecia, hasta que sin contenerme me acerqué a Enrico, y con la misma pasión de los 19 años, lo abracé, lo besé, lo apreté a mi pecho. Nos besamos, nos amamos, nos bebímos por un rato. De pronto se atacó, me abrazaba fuerte y gritaba por sus dolores, por su frustraciones, por su poca expectativa de vida, me pedía me fuese, y me quedase a la vez. Sinceramente lo único seguro en mi, era no querer dejarlo ni un segundo solo. Lo mime hasta que se calmó. Hora más tarde practicó su concierto, y me aclaró que yo debía dejar Venecia a las ocho y media. Hice que no lo escuchaba. Salimos nuevamente a caminar. Miramos vidrieras, recorrimos tiendas, mientras él me pedía qu eme probase todo lo que encontraba, y me alagaba. Me dijo que las arruguitas junto a mis ojos me hacían ver más radiante que nunca. Reímos hasta llorar. PAra distraernos, compró un regalo a nuestro hijo, un toca disco. Luego le enviaría el disco, que grabaría esa misma noche, por correo. El siempre había querido tener una nena, por eso al enterarse de que mi segundo hijo era Ann, instántaneamente le compró regalo a ella también. Fuimos a la Iglesia dónde darían el concierto. Me presentó ante sus colegas como su esposa. Mientras tocaban y grababan la prueba no pude más que llorar, su cara reflejaba el amor por la música, el amor por la vida, y me miraba amándome como siempre había hecho. Admito que cuando me alejé de él fue sólo porque nunca tolere la vida boheme. Mis miedos e inseguridad burguesa me alejaron del verdadero amor. Enrico se desconcentró, no pudo seguir las notas, y pidió detenerse un segundo. Me miró con una sonrisa enorme en su cara. Ya en la entrada me había agradecido la visita. Le había preguntado que esperaba de mí. Con el orgullo de siempre respondió nada. Yo en su lugar hubiese pedido no sufrir más y que él me matáse. Le ofrecí matarlo, se asustó hasta sonreír. Ahora estaba sonriendo igual, tragó saliva y tras fingir un poco la voz, para no mostrarse quebrado, me pidió me fuese, pues en casa me estaban esperando. Corrí, corrí dejando atrás las estatuillas de los santos, los vitraux descoloridos ya por los años, y la resonancia del sonido pasado rebotando en ese oscuro lugar. No pude más que llegar al jardín de la entrada, que me desplomé a lorrar. Las luces de toda Venecia iluminaban la noche, como velas alrededor del muerto.
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