Corro apurada en la vereda de mi casa, como si necesitase llegar a algún lado, solo que recién estoy llegando a mi casa. Acelerado mi paso, me choco con ella. Más de un año de la última vez de verla, en un encuentro casual que rompía una ausencia de encuentros de diez años. Siempre igual, con su flequillo sonriente. Lleva un guardapolvo color verde, de maestra de jardín de infantes, perdió a su padre hace unos años ya, y toda su familia se dedico a encontrar su ubicación actual. Me cuenta lo bien que se acomodaron y como cada cual salió con lo suyo. Para no perder tiempo pregunto por todos uno detrás de otro. Hay nuevos infantes en su familia. Sonríe más aún de lo normal, pues le gustan los chicos. Tiene apenas cuatro años más que yo. La conocí jugando en la vereda de la vieja casa de mi abuela. Su papá era mi pediatra. Cada semana festejábamos el cumpleaños de una muñeca, con tortas, globos, y hasta regalos. Le pregunto por sus futuros hijos. Me cuenta la separación con su pareja de años, la libertad que se trajo con ello, y lo bien que se siente aunque trabaja doble turno. Imagino yo que lo hace para llenar sus horas de ausencias. Se ve feliz. Y yo apurada, por llegar a casa, por un mate. Me quedo detenida en la vereda, ella se fue después de un saludo cálido y los enviados cariños a las respectivas familias. Parada miro el pasar de la gente. Detenida en años, en caras que se aparecen en imágenes de mi memoria emotiva. De mi infancia, que se fue hace poco, y me parece que termino hace años. Que la retengo en algún lado de mi cabeza, en algún baúl de mi casa, en alguna valija en lo de la abuela. Que la comparto a veces con mi prima en una charla de algún día festivo en el que la familia se reúne. Esa infancia que guardo en una fotografía tomada por mi madre, o por mi padre con una Minolta automática.
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